"No
habitamos un país, habitamos una lengua", Emile M. Cioran.
Desde
que el lenguaje se coló por la rendija que le brindaban las cuerdas
vocales, la lengua ha evolucionado paralelamente a la historia del
hombre. El lenguaje, "un sistema de signos que expresa
ideas", en palabras de Ferdinand de Saussure, podía haber
adoptado cualquier otra forma, como el lenguaje de signos de los
sordos, y la literatura y la ciencia no lo habrían notado
necesariamente. Pero triunfaron los sonidos y, de su mano, la
humanidad. Como en una lucha por la supervivencia, las lenguas
reproducen el modelo de la evolución de las especies y su
variabilidad. Unas lenguas se parecen mucho, como el portugués y el
español, y otras no presentan apenas rasgos comunes como el árabe y
el chino; las hay que han abarcado una gran extensión de terreno
como la familia indoeuropea o la semítica y otras como el euskera,
que no llegan a los dos millones de hablantes. Al igual que las
especies, las lenguas se agrupan en familias y provienen de la
evolución y diferenciación de otras más antiguas, tal como el
español proviene del latín o el perro, del lobo. En consecuencia,
el estudio de la evolución de las lenguas, de sus préstamos e
influencias y de su árbol genealógico da una imagen fidedigna de
los avatares que han seguido los pueblos que las hablan. Hasta tal
punto que se puede seguir la historia de las civilizaciones a través
de los rastros que han quedado en sus lenguas, como si estas fueran
los genes de la humanidad.
En
la misma la península ibérica la larga colonización romana tuvo su
reflejo lingüístico en la impronta que dejó el latín, del que
derivan todas las lenguas habladas hoy excepto el euskera. Era un
latín, sin embargo, que ya se había alejado del clásico en el que
escribieron Julio César y Cicerón. Había perdido algunas letras al
final de las palabras como la m final del acusativo, igual que
el español ha relajado hoy la d del participio como en
terminado o acabado que tienden a pronunciarse
coloquialmente como terminao y acabao. Incluso muchas
de las palabras que dieron origen a las lenguas romances no provenían
del latín clásico, sino de uno más popular, llamado hoy latín
vulgar, que era el que realmente se hablaba. Así, las palabras para
nombrar al caballo son: caballo (español), cheval
(francés), cavallo (italiano), cavall (catalán) o cal
(rumano). Ninguna proviene de la palabra latina clásica equus.
Los latinos preferían usar en el habla diaria el término caballus
que venía a describir con cierto tono entre burlón y afectuoso a un
caballo de carga o jamelgo. El latín clásico había quedado pues
para la literatura y el intercambio burocrático entre las distintas
administraciones del imperio. Algo así como el árabe estándar de
nuestros días que se mantiene en los medios de comunicación (como
Al Jazeera) y que todos entienden (aunque no todos lo hablen) a pesar
de haber derivado en multitud de dialectos desde Marruecos hasta
Irak. El latín siguió siendo usado como lengua culta o
administrativa varios siglos después de la caída de Roma. Esto
dificultó la aparición de rastros escritos de las lenguas romances
hasta prácticamente pasado el año 1.000 de nuestra era. Durante
varias centurias siguió siendo el idioma de la Iglesia, los nobles,
el comercio, la administración y la ciencia.
El
otro gran pueblo dominador de la península fue el árabe. Su rastro
quedó en el idioma en forma de palabras de los campos en los que más
destacaron. En la agricultura nos dejaron acequia, aceite,
aceituna, fanega o naranja, que a través del
francés dio orange en inglés, que unido al artículo
indefinido se escribe an orange y se pronuncia como a
norange, más parecido a su origen árabe. En el campo de la
construcción dejaron tabique, alféizar, azotea, azulejo o
adobe. En el de la guerra y la administración: alcázar,
alférez, jinete, aduana o tarifa. Algunos nombres de
oficios y herramientas de origen árabe son albañil,
alfarero, alhaja o alicates. Otras palabras de
origen hispanoárabe son almohada y zagal. A través
del latín, no directamente desde la península, dejaron aportaciones
al mundo de las matemáticas como álgebra o algoritmo.
Era de esperar que una presencia de ocho siglos en la península se
tradujera en un legado lingüístico tan vasto y que todavía pervive
mucho después de la toma de Granada.
Considerando
que la presencia árabe se hizo efectiva a través del dominio
militar, no parece descabellado aventurar que algunas de las primeras
palabras que relacionaron a los habitantes de la Hispania visigoda
con los invasores árabes pudieron haber sido rehén y
mazmorra. Eran tiempos más bárbaros en los que la mayoría
de los contactos entre civilizaciones tenía algún componente
bélico. No obstante, dejando de lado este factor, es innegable que
el contacto mismo daba lugar a indudables avances en el conocimiento
derivados del intercambio de ideas y técnicas, fielmente reflejado
en los préstamos lingüísticos. Así, los árabes que llegaron a la
península resultaron ser unos expertos agricultores que habían
perfeccionado en gran medida la rotación de los cultivos y la
irrigación. Fruto de la implantación de estas técnicas de cultivo
fue la adopción por los hispanos de palabras como noria,
ya que fueron aquellos quienes la introdujeron en la península
para sacar agua de ríos y pozos, o acequia,
con la que nombraban unas canalizaciones para el regadío más
modestas que los imponentes acueductos romanos, pero igual de
eficaces. Tal era su maestría que, cuando los moriscos que poblaban
la Alpujarra fueron expulsados en 1568 tras una revuelta, la Corona
española exigió que dos familias permanecieran en cada pueblo para
instruir a los nuevos pobladores en la forma de sacar el máximo
partido de su sistema de irrigación de terrazas. El intento fracasó
y todo el entramado del regadío árabe fue sustituido por métodos
castellanos. Además de por la agricultura demostraron gran interés
por la ciencia. Sus contribuciones a este campo del conocimiento
tuvieron lógico reflejo en la aportación al castellano de palabras
como cifra, alcohol, alambique, alcalino,
almanaque, jarabe o jaqueca. Eran considerados
buenos médicos, astrónomos y alquimistas; y, en general, como toda
civilización viajera, grandes divulgadores del conocimiento.
Los
musulmanes tuvieron un protagonismo indirecto en el siguiente
capítulo de la historia europea. El férreo control que ejercía el
imperio otomano sobre la ruta de la seda, de la que dependía Europa
para aprovisionarse de especias y otras mercancías del lejano
oriente, lanzó a las potencias europeas a la búsqueda de rutas
marinas alternativas. Constancia lingüística de los fines
comerciales del descubrimiento de América fue el nombre que se le
dio: las Indias, pues allí era donde Colón pretendía arribar para
comerciar con especias. Hasta el siglo XIX así fueron denominadas
tradicionalmente las colonias españolas de América, a pesar de que
hacía mucho tiempo que Américo Vespucio había dejado claro que las
nuevas tierras descubiertas eran un continente distinto. Incluso la
custodia de toda la documentación administrativa fue centralizada en
el llamado Archivo General de Indias con sede en Sevilla. A esta
confusión también le debemos el apelativo de indio para los
nativos americanos.
Desde
América se importaron a Europa productos que jugaron un papel tan
importante para la economía y para la dieta como el maíz, el
tomate, el cacao y el chocolate, el cacahuete o maní, el tabaco y
los cigarros, y, por supuesto, la patata. Todos ellos fueron
nombrados en castellano con el vocablo indígena. Lo mismo ocurrió
con los nombres de los animales autóctonos: el colibrí, el jaguar o
el caimán. Dado el menor avance tecnológico de las civilizaciones
amerindias, las principales aportaciones a la lengua castellana
fueron del ámbito de la flora y la fauna. En la administración se
tomó la palabra cacique,
con que las comunidades taínas
de las Antillas designaban a sus líderes, para nombrar a cualquier
autoridad indígena, desde la más poderosa a la más humilde. De
esta manera se evitaba concederles el trato de señor. Esta palabra
todavía pervive en el castellano peninsular adaptada a la estricta
idiosincrasia castellana; muy alejada del original cacique indio, el
líder que propone soluciones juiciosas para que una asamblea decida.
En el caso de los americanismos, por último, se da una circunstancia
extraordinaria: se tiene constancia del primer préstamo americano
adoptado por el castellano; es la palabra canoa,
tal como la usó Cristóbal Colón en el diario de a bordo de su
primer viaje: "Viernes 26 de octubre. Estuvo de las
dichas islas de la parte del Sur. Era todo baxo cinco o seis leguas,
surgió por allí. Dixeron los indios que llevava que avía de ellas
a Cuba andadura de día y medio con sus almadías, que son navetas de
un madero adonde no llevan vela. Estas son las canoas".
Cualquier
idioma se presta a un análisis similar. Los anglos y los sajones
exportaron su lengua germánica a Inglaterra desde los territorios
que hoy forman Alemania. Aprovechando la retirada de los ejércitos
romanos, a mediados del siglo VI llegaron a las islas británicas y
sojuzgaron a los britanos, pueblos celtas a los que relegaron a las
tierras de Gales y Escocia o a la emigración al continente (véase
la Bretaña francesa a la que acabaron dando nombre). Como resultado,
tanto en Escocia como en Gales e Irlanda sobreviven lenguas
autóctonas de origen celta; mientras que en el léxico inglés
prácticamente no ha quedado rastro alguno. Por el camino el antiguo
inglés fue aligerando peso deshaciéndose de las conjugaciones y
declinaciones, que sí perduran en el alemán, su lengua hermana. No
sería la última vez que la influencia germánica se hiciera notar.
A finales del siglo VIII otros pueblos germánicos que habían
poblado Escandinavia impusieron el terror en las costas europeas:
eran los vikingos. Ataques y conquistas que llegaron hasta la Galicia
española dejaron su huella en el inglés. El grupo consonántico sk,
desconocido para los ingleses, irrumpió en su idioma con gran
fortuna en palabras como sky (cielo) o skin (piel).
También introdujeron el Thursday (jueves) o día de Thor, el
dios nórdico del trueno. Así dejaron constancia histórica de una
época de feroces ataques por mar, que a falta de testimonio escrito,
quedó inmortalizada en el habla de los pueblos saqueados.
Otro
rasgo destacado del inglés es la presencia de palabras de raíz
latina junto a las anglosajonas, hasta el grado de duplicar ciertos
conceptos como en los binomios freedom/liberty (libertad),
help/aid (ayuda) y wish/desire (desear) que significan
lo mismo. La presencia latina en el vocabulario inglés llegó por
varias vías. A partir de la conquista de Inglaterra por los
normandos de Guillermo el Conquistador, el inglés tomó gran
cantidad de palabras del normando y luego directamente del francés
de la región de París. Los normandos eran un pueblo vikingo que dio
su nombre a la Normandía francesa, a la que impuso sus costumbres
pero de la que adoptó su lengua. A raíz de su conquista de
Inglaterra el francés se convirtió en la lengua de la corte, la
administración y la justicia, además de la lengua de la nobleza,
durante 300 años. El pueblo por su parte siguió hablando el inglés
de la época. Así, tenemos que los préstamos del francés estaban
relacionados con el ámbito de la cultura, la vida en la corte y la
política: parliament (parlamento), government
(gobierno), council (consejo, junta), justice
(justicia), country (país), people (pueblo, gente).
Mientras que las principales palabras de la vida cotidiana seguían
teniendo raíz inglesa: love (amor), sleep (dormir),
eat (comer), buy (comprar), foot (pie). Aunque
algunos de los préstamos del francés también eran menos formales:
table (mesa), chair (silla), fruit (fruta),
travel (viaje).
La
otra gran puerta de entrada de lo latino en el inglés fue
directamente el latín, introducido en Britania por las legiones
romanas y que permaneció durante la cristianización de la isla. El
latín era el idioma de la Iglesia. Pero también era una lengua de
prestigio y culta de la que toda Europa ha extraído neologismos para
las ciencias sociales o naturales. De hecho, grandes científicos
siguieron escribiendo sus obras en latín. Entre los casos más
notables se encuentran De revolutionibus orbium coelestium
(1543) del polaco Copérnico, en la que expuso su teoría
heliocéntrica; Astronomia Nova (1609) del alemán Johannes
Kepler, en la que describe sus famosas tres leyes del movimiento de
los planetas o Philosophiæ naturalis principia mathematica
(1687) donde el inglés Isaac Newton describió las leyes del
movimiento de la mecánica clásica, incluida la ley de la gravedad.
El español, paradójicamente, tampoco se libra de nuevas oleadas de
influencia de lo latino. Como ejemplificaba Amado Alonso, el verbo
latino glattire siguió su evolución natural hasta dar el
español latir. Mientras, en la época de los humanistas se
introdujo el neologismo latente derivado directamente del
latín latere, que significa estar escondido y
que hizo fortuna con el sentido figurado de encubierto,
secreto, misterioso, solapado, en acecho.
Pero en la actualidad los dos adjetivos provenientes del participio
activo de dos verbos diferentes, latiente y latente,
simplemente porque son palabras parecidas, tienden a contagiarse de
sus significados y cada vez es más frecuente el uso de latente
en expresiones del tipo de un amor latente en las que ese
latente cobra el sentido de ardoroso, palpitante
y, en definitiva, latiente.
"Como
nación independiente, el honor nos demanda tener un sistema propio
tanto en la lengua como en el gobierno", Noah Webster.
Hasta
ahora hemos mencionado cambios consumados de cocción lenta. Ocurre,
sin embargo, que a veces una persona sola tiene especial protagonismo
en los cambios de una lengua, siendo el abanderado de una corriente
que los propugna. Le ocurrió al inglés en la figura de Noah
Webster. Las colonias americanas de Inglaterra habían obtenido la
independencia en 1776. Los aires de cambio de la reforma política
que supuso de un golpe la independencia, el fin de la obediencia a un
rey y la instauración de una república que ponía al hombre en el
centro, debió inculcar en la conciencia de la joven nación el
sentimiento de partir de cero y la posibilidad, por tanto, de
liberarse de los errores del pasado. Este aire reformista impregnó
el campo de la lengua, donde el inglés es famoso por la diferencia
entre la escritura y su pronunciación. El nacimiento de una nueva
nación les pareció a algunos la situación propicia para romper con
las servidumbres que arrastraba el idioma que hablaban. Su escasa
acumulación bibliográfica en comparación con la metrópoli hacía
de ese momento el ideal para incluir cambios ortográficos. En
palabras del propio Webster: "Una ventaja capital de esta
reforma en estos estados sería que crearía una diferencia entre la
ortografía inglesa y la americana (...). Ya que la alteración,
aunque pequeña, fomentaría la publicación de libros en nuestro
país. Haría necesario en alguna medida que todos los libros
debieran ser imprimidos en América. El inglés [con las normas de
Inglaterra] nunca copiará nuestra ortografía para su uso; y, por
tanto, el mismo libro impreso no valdrá para ambos países. Los
habitantes de la presente generación leerán los libros impresos con
la ortografía inglesa; pero las posteriores generaciones, que habrán
aprendido una escritura diferente, preferirán la ortografía
americana". Noah Webster era un lexicógrafo que publicó en
1806 la primera edición del diccionario de inglés, ahora llamado
Merriam-Webster en su nombre, que ha acompañado a los americanos
hasta el presente. Antes, en 1786, ya había escrito el libro de
ortografía que rompió con los áridos textos británicos de la
época y puso énfasis en el tono pedagógico que debía tener todo
manual escolar, de modo que el aprendizaje de la lengua fuera lo más
gradual y fluido posible. Este manual de ortografía se convirtió en
la referencia durante décadas de los colegios estadounidenses y de
los muy americanos spelling bees, los famosos concursos
escolares de ortografía. El prestigio alcanzado le permitió ir
incluyendo paulatinamente en las sucesivas ediciones del libro leves
modificaciones en la escritura de determinadas palabras adaptándolas
más literalmente a su pronunciación. Fue introduciendo cambios que
se aceptaron con naturalidad como: la sustitución del sufijo -re
del inglés británico por el más cercano al sonido pronunciado -er
en palabras como theater/theatre o center/centre.
Otras palabras modificadas junto a la versión británica son: color
(Am.)/colour (Br.), defense/defence,
traveler/traveller.
Todo el prestigio de Webster y sus partidarios, sin embargo, no fue
suficiente para que los hablantes estadounidenses aceptaran sus
propuestas más radicales: giv/give,
frend/friend,
bilt/built,
speek/speak,
neer/near,
korus/chorus,
iz/is. Cierto
que acercaban la escritura a la pronunciación, cierto que
sistematizaban la ortografía del inglés, cierto que facilitaban el
aprendizaje de la lengua; pero ni los niños ni los alumnos
extranjeros de inglés pudieron hacer valer sus opiniones, como suele
pasar en estos casos, y las propuestas no prosperaron, quizás como
muestra de lo personal que es para el hombre su lengua, más cercana a
los gustos, a lo que se quiere y estima, que a lo que simplemente
se usa.
Estas
reformas ortográficas no son algo inaudito. Muchos países las
acometen. El alemán fue aprobando sus reformas más recientes en
1880, 1901 y 1996; el holandés en 1864 y 1883, 1934, 1996 y 2006. En
la segunda mitad del siglo XX China introdujo el chino simplificado
(frente al chino tradicional) caracterizado por unos ideogramas más
sencillos de escribir, sin tantos trazos, que agilizaban la escritura
y el aprendizaje. En el español la RAE opta por continuos cambios
sutiles en vez de acumularlos en grandes reformas puntuales. Como
quiera que la prensa suele respetar el prestigio de la institución
aceptando sus reglas, nos hemos acostumbrado a cambios del tipo:
guión (antes)/guion (tras la última reforma),
carnet/carné, chalet/chalé (y se
adivina que en poco tiempo debú sustituirá al actual debut).
Ya no consideramos la ch y la ll como letras del
abecedario, sino como dígrafos (signos ortográficos de dos letras),
y pronto dejaremos de escribir en mayúsculas los nombres
genéricos que designan accidentes geográficos como península
ibérica, que han perdido su pe y
su i capitales.
Al
igual que en el caso de Noah Webster para el inglés, el español ha
tenido firmes defensores de una reforma ortográfica más radical,
como Juan Ramón Jiménez o Andrés Bello, que abogaron por asignar
un único sonido a cada letra y escribir así: jitano o jema
y dejar la ge para el sonido más suave de gato o
gusto; eliminar la h muda; sustituir la x por s
allí donde se pronuncia como tal: esperto, esterior; o
eliminar una de las letras redundantes: la b o la v.
Gabriel García Márquez se expresaba así al respecto en su discurso
de inauguración del Primer Congreso Internacional de la Lengua
Española de 1997: "Jubilemos la ortografía, terror del ser
humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un
tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón
en los acentos escritos (...) ¿Y qué de nuestra be de burro y
nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si
fueran dos y siempre sobra una?". No es necesario decir que
reformas tan radicales no han tenido demasiado éxito; quizás, por
su envergadura. Tal vez el hablante o escribiente, en este caso, se
muestre más receptivo a cambios menores y más repartidos en el
tiempo y prefiera, por otro lado, evitar el desfase inmediato que
sufriría todo el acervo bibliográfico de varios siglos atrás.
Volviendo
al inglés, pero sin abandonar el español, un caso paradigmático de
la extraña tela de araña que teje el lenguaje es el verbo español
perdonar y su equivalente inglés forgive.
Aparentemente nada los une. Pero descomponiendo cada una de las
palabras tenemos que perdonar viene de la combinación de la
preposición latina per, con significado de por y el
verbo donare (dar). Y si analizamos la palabra inglesa
obtenemos la preposición for (por) y el verbo give
(dar). Con lo cual se constata que forgive tiene la misma
composición semántica que perdonar pero con raíces
anglosajonas. ¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¿Tal vez por la
procedencia del latín y el germánico de la lengua común
indoeuropea? No parece la causa. Más razonable es remontarnos a los
orígenes germánicos de forgive que dieron en alemán
vergeben formada por el prefijo ver- (cercano al for
inglés) y el verbo geben (dar). Podemos concluir que el
antiguo germánico común tomó del latín una traducción literal de
perdonare a través de los contactos entre ambos pueblos,
romanos y germánicos, en las fronteras comunes del Rin y el Danubio
y que este préstamo fue llevado consigo a Britania por los anglos y
sajones.
Las
lenguas romances y germánicas siguen en nuestros días su particular
comercio alrededor de otra frontera igual de vasta y permeable que la
del Danubio de la época romana: hablamos de otro río, el río
Grande que separa Mexico de los Estados Unidos, donde una lengua de
fusión se ha instalado a ambos lados de la frontera. Nos referimos
al Spanglish o inglañol según se prefiera. Al
respecto de la naturalidad con que los hablantes mezclan ambos
idiomas, el escritor mexicano Carlos Fuentes contaba como mientras
visitaba a unos amigos en California, se interesó por la ocupación
de uno de los hijos del matrimonio y le respondieron que "deliberaba
groserías". La reacción inmediata fue de estupor porque a
alguien le pudieran pagar por semejante trabajo (pensar insultos),
hasta que le aclararon que lo que hacía tenía que ver con "deliver
groceries", es decir, reparto a domicilio de ultramarinos.
De esa manera se enriquecen o se corrompen dos lenguas por su mutua
influencia; del mismo modo que las especies se cruzan.
Lo
visto hasta ahora, el contacto y la mezcla de lenguas, es la norma,
porque así se deriva del comportamiento de los pueblos. Pocos
pueblos han logrado encerrarse en sí mismos, ser tan autosuficientes
que no hayan necesitado del intercambio comercial con sus vecinos. Ni
siquiera los chinos con su Gran Muralla lo consiguieron. El comercio
es esencial en el desarrollo de las civilizaciones, pues es la forma
que tienen de compartir el conocimiento y avanzar en el desarrollo.
El comercio implica contacto y ahí es donde las lenguas se hacen
permeables a las influencias mutuas. Incluso del contacto con pueblos
menos desarrollados técnicamente como los de la América
precolombina se derivó un intercambio de conocimiento que mejoró la
agricultura europea con las dos cosechas anuales que permitía el
cultivo del maíz. De hecho, cualquier pueblo que ha dominado la
península ha dejado su huella en el idioma y en la técnica. Por no
remontarnos a la colonización fenicia del litoral mediterráneo, los
romanos dejaron su lengua junto a innumerables vías, teatros,
acueductos y demás edificios públicos. El legado árabe ya ha sido
comentado también. Incluso la invasión napoleónica fue una vía de
entrada y consolidación de las ideas revolucionarias francesas:
nuestro código civil de 1889 se inspiró en el código civil francés
de 1804. Todo esto hay que tenerlo en cuenta antes de enjuiciar la
gran cantidad de préstamos del inglés (la lengua franca de la
actualidad) que recibe el castellano. Junto al neologismo, la nueva
palabra, llega el conocimiento, el producto y el progreso. ¿Qué
hubiera sido de la ciencia occidental en manos del rudimentario
sistema de cifras romano, si a través de España y el norte de
África gente como Fibonacci no hubiera introducido en Europa la
numeración arábiga, que no es otra cosa sino el idioma que hablan
las matemáticas? A los árabes, por su parte, esta numeración les
llegó a través de los persas y a estos, de los indios. Por ello son
tan importantes los contactos entre los pueblos, la apertura de las
fronteras y la facilidad de los viajes, para el desarrollo óptimo de
todas las comunidades, para que el flujo del conocimiento deje huella
en las lenguas, pero también en el bienestar de las personas.
En
nuestros días la lengua continúa su evolución. Pretender algo
distinto, no sería lógico. Por suerte las relaciones idiomáticas
ya no se deben tanto a invasiones militares, como a movimientos
migratorios y colonización
cultural. Del primer caso tenemos el ejemplo de la influencia del
italiano en la pronunciación y el vocabulario del español de
Argentina, fruto de la fuerte inmigración de aquel país que llegó
a Argentina a partir de 1853. La irrupción más reciente del mundo
de Internet y los ordenadores hizo aparecer en español términos
prestados del inglés; algunos españolizados como computadora
(de computer) o píxel (de pixel); otros en los
que se adoptó la palabra inglesa sin modificación como microchip
o software, y algunos traducidos directamente del inglés como
disco duro (hard disk), según el mismo
proceso por el que perdonare dio forgive. Los años 80
también dejaron otro tipo de impronta en el español de la península
con palabras como yonqui (drogadicto),
talego (cárcel,
billete de mil) y mono
(síndrome de
abstinencia). Así era la
vida; así, la lengua.
"El
lenguaje es un proceso de libre creación; sus leyes y principios son
fijos, pero la manera en la que se usan los principios de generación
es libre e infinitamente variada", Noam Chomsky.
Las
vicisitudes de una sociedad, pues, dejan su impronta en el idioma y
lo hacen evolucionar. Hasta ahora hemos visto cómo se comporta una
lengua frente a influencias exteriores. Nos vamos a ocupar en
adelante de los mecanismos que afectan a la lengua cuando viaja en
solitario. Como en todo viaje, se produce un cambio, que en el caso
de las lenguas responde a un balanceo constante entre lo arbitrario
del sentir de los hablantes y el respeto a las estructuras regulares
que dan forma al idioma. De todos los mecanismos que intervienen en
la evolución lingüística, el que produce transformaciones más
caprichosos afecta a la fonética. En efecto, determinados sonidos
cambian porque sí, porque la comunidad se siente más cómoda con
unos que con otros. No existe una explicación de por qué los
hablantes en determinado momento prefirieron la d a la t
en el participio produciendo la siguiente evolución desde el latín
al español: amatus > amado o auditus >
oído. La regla general dice que la t intervocálica
latina evolucionó en español hacia una d como en senatus
> senado
y totus
> todo.
No podemos ir más allá en la explicación excepto para admitir que
semejante cambio es totalmente arbitrario. No tiene más explicación
que su existencia. Y al igual que la aparición de nuevas palabras,
es una evolución que no cesa. El participio pasado latino terminado
en -atus se transformó en español en participio terminado en
-ado. Y esta terminación evoluciona en la lengua hablada
hacia una terminación con la d debilitada e incluso
desaparecida, una terminación en -ao: terminao,
trabajao o revelao.
Antes
de continuar vamos a ver un ejemplo de la evolución típica que ha
sufrido una palabra, hombre, hasta llegar al castellano
proveniente del latín. Al igual que el español conjuga sus verbos
dándoles una terminación distinta según la persona y el número
(com-o, com-es, com-e, com-emos, etc.),
el latín daba distintas terminaciones a sustantivos y adjetivos
dependiendo de su función sintáctica. Son lo que se llama
declinaciones. Así, una palabra terminaba de una determinada forma
cuando su función en la frase era la de sujeto (homo, hombre
en latín), cuando era complemento directo (hominem) o cuando actuaba
de complemento indirecto (homini) o complemento circunstancial
(homine), con sus correspondientes variaciones para el plural.
Esto hacía que el orden de la palabra en la frase no importara y en
gran medida tampoco necesitara de preposiciones. En español las
declinaciones han desaparecido igual que lo hicieron en su mayor
parte las conjugaciones verbales en el inglés (el verbo to be
todavía se conjuga: I am, you are, he is, we
are... y la s de la
tercera persona del presente es un residuo de cómo se conjugaban los
verbos en el pasado). Las palabras españolas no provienen del
caso nominativo (función de sujeto), sino del caso acusativo, es
decir, el de las palabras que actúan como complemento directo. Por
lo tanto, el español hombre,
no deriva del latín homo,
sino de su forma acusativa (complemento directo) hominem.
Ya en latín, la m
final del acusativo se fue debilitando cada vez más hasta dejar de
pronunciarse y dar la palabra *homine (el
asterisco indica que no existe constancia escrita de la palabra y es,
por tanto, reconstruida para la explicación). El acento recayó en
la o y la siguiente
vocal (postónica), que en latín era breve, desapareció dando
*homne. Como quiera
que la pronunciación del conjunto mn
no le agradaba al hablante peninsular, la n
se transformó en r,
dando lugar a *homre.
Por el camino, entre la m
y la r se coló una b,
que no cambiaba mucho la pronunciación, pero la facilitaba según el
criterio de la época, dando el actual hombre.
Esta ha sido la evolución resumidamente: hominem
> *homine >
*homne > *homre
> hombre. La
especial terminación en -es
de algunos plurales españoles se explica también recurriendo a los
acusativos latinos. Los acusativos singular y plural de los nombres y
adjetivos masculinos provienen en su mayor parte de la segunda
declinación latina como en dominum-dominos
que dio en español dueño-dueños.
Mientras que para el femenino, la primera declinación evolucionó
del latín rosam-rosas
al español rosa-rosas.
Existen una serie de palabras castellanas que no forman el plural
añadiendo una s, sino
el sufijo -es. Por
ejemplo canción-canciones.
Esa particular terminación proviene de la tercera declinación
latina que formaba el acusativo cantionem
(singular)-cantiones
(plural). El italiano, que ha derivado sus plurales del caso
nominativo y no del acusativo, como el español, los forma en el caso
masculino con la terminación -i
y en el femenino con la terminación -e
tal como se declinaba el plural del nominativo en latín. En italiano
hombres no viene de
homines, sino del
nominativo plural homini,
que ha dado uomini.
Para los femeninos la regla es equivalente, el plural de rosa en
italiano, rose,
proviene del caso nominativo plural latino rosae
que evolucionó en rose.
"El
hombre actúa como si fuese configurador y amo del lenguaje; mientras
que, de hecho, el lenguaje sigue siendo el amo del hombre",
Martin Heiddeger.
La
evolución así explicada ha ocupado varios siglos hasta llegar al
presente. La falta de perspectiva nos hace creer, sin embargo, que la
lengua no está cambiando actualmente más allá de la incorporación
de léxico nuevo, aun cuando ciertos cambios son fáciles de
detectar. Uno de ellos es la evolución del sonido de la letra equis,
que se mantiene como ks cuando aparece entre dos vocales, como
en taxi, pero se relaja prácticamente en una s cuando
se encuentra ante una consonante como en experiencia, que
tiende a pronunciarse esperiencia y
provoca tantas faltas de ortografía en las escuelas. No
obstante, los lentos cambios que se producen en la esfera temporal y
que no podemos apreciar, se dejan ver mejor en el espacio. El seseo
(pronunciación de las ces y zetas como eses: sine en vez de
cine) tal como se habla en algunas partes de Andalucía no es
producto de la ignorancia, sino de una especial evolución que el
castellano tuvo en aquella tierra, que fue exportada a
Hispanoamérica, y que se remonta a los siglos XVI y XVII, cuando la
variedad de sonidos sibilantes del castellano se simplificó hasta
quedar reducida a los dos de las actuales zeta y ese. Pero en
Andalucía la evolución fue distinta y por otros caminos simplificó
más todavía, reduciendo los sonidos de la ese y la zeta a uno solo.
Para poner un ejemplo de evolución dialectal más sencillo de
explicar, veamos qué pasa en Andalucía con la h inicial. En
algunos modos de hablar andaluces la hache inicial se pronuncia a
veces aspirada (como la hache inglesa de hello, es decir, una
especie de jota suave): jarto, jambre o jumo.
Véase la frase: "¡Vaya jartá de comer m'he pegao!".
Mientras que otras veces la hache es una hache muda normal del
castellano: hombre, haber. Debe existir una
explicación, pues no es que un sonido no se sepa pronunciar, sino
que se pronuncia unas veces sí y otras no. Para entenderlo debemos
recurrir al latín. Las palabras que se escribían en latín con
hache se siguen pronunciando con hache muda: hominem >
hombre o habere > haber. Mientras que las
palabras pronunciadas con hache aspirada son las que en latín se
escribían con f inicial: fartum > harto,
faminem > hambre o fumum > humo y
que en su evolución desde la f inicial
latina a la hache muda castellana pasaron por una larga fase en la
que esa hache se aspiraba. Algunas hablas andaluzas
conservaron ese rasgo, en contraste con su desaparición en el resto
de España. Se entiende ahora por qué la especial pronunciación del
español en Andalucía se debe a una evolución propia. Desde un
punto de vista lingüístico no se puede decir que se hable mejor el
castellano en el resto de España que en Andalucía. El único
análisis objetivo posible es decir que en España han convivido dos
variantes dialectales del español: el andaluz y el de Castilla, por
ponerle el nombre de la región más grande en que se hablaba.
Diversas vicisitudes políticas hicieron que uno de ellos se
impusiera como español estándar: quizás por abarcar un territorio
más amplio o, más probablemente, por ser la variante que se hablaba
en la corte. Este hecho no es ninguna singularidad. Ya se dio en
Francia, donde se eligió el francés de la región de París
(l'Île-de-France) como idioma oficial de todo el país. O en Italia,
donde entre todos los dialectos hablados se eligió el de la Toscana
por haber sido la lengua de los grandes escritores Dante y Petrarca.
La
situación del habla andaluza respecto al español estándar quizás
no esté lo suficientemente diferenciada como para darle la categoría
de dialecto, puesto que no ha afectado a la gramática, pero nos
permite ver los estadios iniciales en los que una lengua se empieza a
diferenciar de otra hasta dar lugar eventualmente a un dialecto
distinto y con el tiempo a una lengua nueva. Una fase más avanzada
en esta separación la encontramos en el árabe. Al hablar de lengua
árabe nos estamos refiriendo a tres realidades: el árabe clásico
(fusha) en el que se escribió el Corán; el árabe estándar,
que es una simplificación del anterior y el usado en la
administración, la escuela, los libros y los medios de comunicación
(el que permite que Al Jazeera se entienda desde Marruecos a Irak);
y, por último, los diferentes dialectos de cada región o país. En
todos los países se entiende el árabe de Al Jazeera, pero el pueblo
no lo suele hablar. Y cuando un jordano intenta hablar con un
marroquí o un argelino, lo normal es que no se entiendan, a no ser
que hablen ese árabe estándar. De ahí la importancia que para el
castellano ha desempeñado la Real Academia Española y sus
equivalentes hispanoamericanas, que han permitido mantener la unidad
del español para que todos nos entendamos. Tan importante fue el
papel jugado, que durante largos años, tras la independencia, fue el
único vínculo que quedó en pie entre España y sus antiguas
colonias.
Toda
esta libertad que se toman los hablantes a la hora de introducir
modificaciones en su lengua representa una fuerza centrífuga que
choca con la regularidad de las formas gramaticales. Uno de los
contrapesos que contribuyen a su regularidad es lo que los lingüistas
llaman analogía. Es el fenómeno que permite que a través de los
cambios, se mantenga una estructura regular al conjugar los verbos;
que las conjugaciones irregulares sean una excepción y que la
terminación de la primera persona del pretérito imperfecto, por
ejemplo, sea -ía o -aba; es la responsable de que unos
cuantos sufijos se usen comúnmente para construir un adjetivo a
partir de un sustantivo como la terminación -al que produce
medicina > medicinal, término > terminal
o labio > labial, o el sufijo -ción que
normalmente transforma verbos en sustantivos que expresan la acción
del verbo: grabar > grabación, prohibir >
prohibición o representar > representación.
La potencia reguladora de la analogía se manifiesta claramente en el
caso de los participios irregulares del español. El verbo elegir
tiene un participio que proviene de la forma latina electus y
que dio en español electo. Los
hablantes lo sintieron como extraño y fueron decantándose por la
forma más regular de elegido. El proceso mental fue una
sencilla regla de tres: si del verbo comer tenemos el
participio comido, entonces, del verbo elegir nos suena
mejor elegido. Otros casos parecidos son: incluir >
incluso (del latín inclusus) > incluido (por
analogía), corromper > corrupto (del latín
corruptus) > corrompido. Muchos hemos experimentado
la resistencia a usar el participio irregular de imprimir en frases
como: "He impreso el examen". La fuerza de la
analogía es tan grande que nos presiona para elegir la variante: "He
imprimido el examen", más acorde con la sensibilidad del
hablante del siglo XXI. En cambio, otros participios irregulares se
mantienen con naturalidad conservando su frescura. Son casos como
escrito y roto, que no se han regularizado en
*escribido y *rompido (el asterisco lo usamos en este
caso como indicativo de palabra no perteneciente a la lengua). Parece
ser, pues, que el uso muy frecuente de una palabra hace que
desaparezca la extrañeza que produce su irregularidad y permite que
el hablante se encuentre a gusto usándola. Queda así a salvo de la
transformación analógica.
La
analogía no es algo automático e instantáneo. No funcionan así
las lenguas. Todas las variaciones pasan el examen del tiempo antes
de ser aceptadas o rechazadas. Lo vamos a ver mejor con ejemplos.
Hubo unos verbos castellanos que formaron el pretérito indefinido
con las terminaciones -uve y -uje. El verbo conocer
tuvo una forma antigua del pretérito indefinido conuve que
evolucionó por analogía a la forma más regular conocí
(como viví o comí), que está plenamente aceptada. La
evolución la vamos a representar así: conocer > conuve
> conocí. De la misma manera tenemos la secuencia andar
> anduve > *andé, en la que la forma analógica
*andé no está aún aceptada, pero se adivina como sustituta
del actual anduve. En un estadio distinto se presenta la
secuencia tener > tuve > *tení, donde la
forma analógica *tení no goza de aceptación alguna excepto
en el habla de los niños.
El
último motor de cambio idiomático que vamos a tratar es el de la
etimología popular. Se trata de malas interpretaciones de la
composición o el significado de algunas palabras de las que se
derivan cambios semánticos. La lingüística permite rastrear las
huellas de la etimología popular en el idioma como si de una novela
de misterio se tratara, llegando a desenlaces inesperados. Un caso
todavía en evolución es el mal uso del adjetivo antediluviano
que expresa un tiempo pasado muy lejano mediante la adición del
prefijo ante al adjetivo diluviano dando a entender que
el hecho al que califica ocurrió antes del diluvio universal. Como
quiera que el prefijo temporal ante- es bastante menos
frecuente en castellano que el negativo anti-, los hablantes
interpretan erróneamente la palabra en conjunto como *antidiluviano,
con lo que pierde la posibilidad de una interpretación etimológica
mediante la descomposición de sus partes. Una palabra sí aceptada
plenamente que ha recorrido el mismo camino es antifaz, que
proviene de ante + faz (cara), es decir, lo que está
delante de la cara. Este proceso de modificación y asimilación de
las partes de una palabra es muy común en las lenguas. Tomemos el
adjetivo somnoliento que proviene del latín somnolentus.
Aparentemente nos remite al sufijo -lento y a su equivalente
latino -lentus que utilizan tanto el latín como el español
para crear adjetivos a partir de sustantivos indicando que posee la
cualidad del sustantivo al que se une. Por analogía lo asimilamos a
las siguientes construcciones: sucus (jugo en latín) >
suculentus (jugoso) > suculento, corpus
(cuerpo) > corpulentus > corpulento, sanguis
(sangre en latín) > sanguinolentus > sanguinolento.
Sin embargo, la relación de somnoliento con los procesos
anteriores solo se debe a la fuerza analógica que el muy común
sufijo -lento ejerce en la conciencia del hablante. En
realidad, el somnolentus latino no consta de una raíz somno y
un sufijo -lentus, sino que tiene dos raíces unidas en una
palabra al estilo de sacacorchos o abrelatas y la
división correcta del adjetivo latino en sus orígenes más remotos
era somn (de sueño) y olentus (del latín
olere, oler). Es decir, significaba el que huele a sueño,
como vinolentus significaba el que huele a vino. Eso explica
la aparición de la i en somnoliento.
Esa i no ha surgido de la nada. Es la misma i que
aparece en el participio de presente del verbo oler: oliente
en su devenir natural del latín al español, que se abre paso a
través de la lengua reclamando sus derechos sobre el verdadero
origen del adjetivo somnoliento.
No
siempre cambia la grafía de la palabra, a veces solo lo hace el
sentido. La locución latina ipso facto (por el hecho
mismo) ha pasado al castellano desde el latín sin modificación.
Ipso facto tenía en sus orígenes un claro componente causal.
Un uso paradigmático de la expresión lo encontramos en frases del
tipo: "Al adquirir la nacionalidad alemana, se pierde la
española ipso facto". Es decir, que por el mismo hecho
de adquirir la nacionalidad alemana, se pierde la española. Ipso
facto indica una consecuencia. El matiz de inmediatez temporal
era solo un derivado del hecho causal. Hoy en día ha prevalecido ese
matiz temporal que solo estaba implícito en un principio y la
expresión ipso facto se ha convertido, en la práctica, en
sinónimo de inmediatamente cuando en el habla coloquial se
quiere introducir una cuña culta como en la expresión "Ven
aquí ipso facto". Algo parecido pasa con la palabra
homosexual, que vale tanto para el sexo entre hombres como
entre mujeres. Se interpreta como sexo entre hombres
deduciendo erróneamente que la raíz homo proviene del
nominativo latino homo (hombre), cuando en realidad viene del
griego homo que significa igual y se usa en palabras
como homogéneo (de igual género).
No
nos debemos asustar, en cualquier caso, ni pensar que estamos
corrompiendo la lengua. Los mecanismos de evolución mencionados han
existido siempre. Reivindicar una lengua pura sería lo mismo que
matarla y, llevado al límite, el grado más puro del español es el
latín. Y no parece plausible que alguien reivindique volver a su
uso. Cerramos aquí el círculo abierto por unos valientes emigrantes
que dejaron sus tierras en el valle del Indo (actual Pakistán) hace
muchos siglos y en su camino hacia Europa fueron esparciendo por el
mundo la única semilla que portaban en sus equipajes: la lengua
indoeuropea que evolucionó hacia el sánscrito, las lenguas
germánicas o el latín y que hoy ha germinado en idiomas que van
desde el hindi al persa, el ruso, el alemán, el inglés, el español
o el portugués. Sigamos a partir de aquí con nuestras vidas
honrando y respetando nuestras lenguas, porque el pensamiento, que es
lo que nos hace humanos, no puede existir sin el lenguaje, tal como
acotaba el filósofo Ludwig Wittgenstein: "Los límites de mi
lenguaje son los límites de mi mundo".