miércoles, 30 de mayo de 2012

Lengua e historia, evolución

"No habitamos un país, habitamos una lengua", Emile M. Cioran.

Desde que el lenguaje se coló por la rendija que le brindaban las cuerdas vocales, la lengua ha evolucionado paralelamente a la historia del hombre. El lenguaje, "un sistema de signos que expresa ideas", en palabras de Ferdinand de Saussure, podía haber adoptado cualquier otra forma, como el lenguaje de signos de los sordos, y la literatura y la ciencia no lo habrían notado necesariamente. Pero triunfaron los sonidos y, de su mano, la humanidad. Como en una lucha por la supervivencia, las lenguas reproducen el modelo de la evolución de las especies y su variabilidad. Unas lenguas se parecen mucho, como el portugués y el español, y otras no presentan apenas rasgos comunes como el árabe y el chino; las hay que han abarcado una gran extensión de terreno como la familia indoeuropea o la semítica y otras como el euskera, que no llegan a los dos millones de hablantes. Al igual que las especies, las lenguas se agrupan en familias y provienen de la evolución y diferenciación de otras más antiguas, tal como el español proviene del latín o el perro, del lobo. En consecuencia, el estudio de la evolución de las lenguas, de sus préstamos e influencias y de su árbol genealógico da una imagen fidedigna de los avatares que han seguido los pueblos que las hablan. Hasta tal punto que se puede seguir la historia de las civilizaciones a través de los rastros que han quedado en sus lenguas, como si estas fueran los genes de la humanidad.

En la misma la península ibérica la larga colonización romana tuvo su reflejo lingüístico en la impronta que dejó el latín, del que derivan todas las lenguas habladas hoy excepto el euskera. Era un latín, sin embargo, que ya se había alejado del clásico en el que escribieron Julio César y Cicerón. Había perdido algunas letras al final de las palabras como la m final del acusativo, igual que el español ha relajado hoy la d del participio como en terminado o acabado que tienden a pronunciarse coloquialmente como terminao y acabao. Incluso muchas de las palabras que dieron origen a las lenguas romances no provenían del latín clásico, sino de uno más popular, llamado hoy latín vulgar, que era el que realmente se hablaba. Así, las palabras para nombrar al caballo son: caballo (español), cheval (francés), cavallo (italiano), cavall (catalán) o cal (rumano). Ninguna proviene de la palabra latina clásica equus. Los latinos preferían usar en el habla diaria el término caballus que venía a describir con cierto tono entre burlón y afectuoso a un caballo de carga o jamelgo. El latín clásico había quedado pues para la literatura y el intercambio burocrático entre las distintas administraciones del imperio. Algo así como el árabe estándar de nuestros días que se mantiene en los medios de comunicación (como Al Jazeera) y que todos entienden (aunque no todos lo hablen) a pesar de haber derivado en multitud de dialectos desde Marruecos hasta Irak. El latín siguió siendo usado como lengua culta o administrativa varios siglos después de la caída de Roma. Esto dificultó la aparición de rastros escritos de las lenguas romances hasta prácticamente pasado el año 1.000 de nuestra era. Durante varias centurias siguió siendo el idioma de la Iglesia, los nobles, el comercio, la administración y la ciencia.

El otro gran pueblo dominador de la península fue el árabe. Su rastro quedó en el idioma en forma de palabras de los campos en los que más destacaron. En la agricultura nos dejaron acequia, aceite, aceituna, fanega o naranja, que a través del francés dio orange en inglés, que unido al artículo indefinido se escribe an orange y se pronuncia como a norange, más parecido a su origen árabe. En el campo de la construcción dejaron tabique, alféizar, azotea, azulejo o adobe. En el de la guerra y la administración: alcázar, alférez, jinete, aduana o tarifa. Algunos nombres de oficios y herramientas de origen árabe son albañil, alfarero, alhaja o alicates. Otras palabras de origen hispanoárabe son almohada y zagal. A través del latín, no directamente desde la península, dejaron aportaciones al mundo de las matemáticas como álgebra o algoritmo. Era de esperar que una presencia de ocho siglos en la península se tradujera en un legado lingüístico tan vasto y que todavía pervive mucho después de la toma de Granada.

Considerando que la presencia árabe se hizo efectiva a través del dominio militar, no parece descabellado aventurar que algunas de las primeras palabras que relacionaron a los habitantes de la Hispania visigoda con los invasores árabes pudieron haber sido rehén y mazmorra. Eran tiempos más bárbaros en los que la mayoría de los contactos entre civilizaciones tenía algún componente bélico. No obstante, dejando de lado este factor, es innegable que el contacto mismo daba lugar a indudables avances en el conocimiento derivados del intercambio de ideas y técnicas, fielmente reflejado en los préstamos lingüísticos. Así, los árabes que llegaron a la península resultaron ser unos expertos agricultores que habían perfeccionado en gran medida la rotación de los cultivos y la irrigación. Fruto de la implantación de estas técnicas de cultivo fue la adopción por los hispanos de palabras como noria, ya que fueron aquellos quienes la introdujeron en la península para sacar agua de ríos y pozos, o acequia, con la que nombraban unas canalizaciones para el regadío más modestas que los imponentes acueductos romanos, pero igual de eficaces. Tal era su maestría que, cuando los moriscos que poblaban la Alpujarra fueron expulsados en 1568 tras una revuelta, la Corona española exigió que dos familias permanecieran en cada pueblo para instruir a los nuevos pobladores en la forma de sacar el máximo partido de su sistema de irrigación de terrazas. El intento fracasó y todo el entramado del regadío árabe fue sustituido por métodos castellanos. Además de por la agricultura demostraron gran interés por la ciencia. Sus contribuciones a este campo del conocimiento tuvieron lógico reflejo en la aportación al castellano de palabras como cifra, alcohol, alambique, alcalino, almanaque, jarabe o jaqueca. Eran considerados buenos médicos, astrónomos y alquimistas; y, en general, como toda civilización viajera, grandes divulgadores del conocimiento.

Los musulmanes tuvieron un protagonismo indirecto en el siguiente capítulo de la historia europea. El férreo control que ejercía el imperio otomano sobre la ruta de la seda, de la que dependía Europa para aprovisionarse de especias y otras mercancías del lejano oriente, lanzó a las potencias europeas a la búsqueda de rutas marinas alternativas. Constancia lingüística de los fines comerciales del descubrimiento de América fue el nombre que se le dio: las Indias, pues allí era donde Colón pretendía arribar para comerciar con especias. Hasta el siglo XIX así fueron denominadas tradicionalmente las colonias españolas de América, a pesar de que hacía mucho tiempo que Américo Vespucio había dejado claro que las nuevas tierras descubiertas eran un continente distinto. Incluso la custodia de toda la documentación administrativa fue centralizada en el llamado Archivo General de Indias con sede en Sevilla. A esta confusión también le debemos el apelativo de indio para los nativos americanos.

Desde América se importaron a Europa productos que jugaron un papel tan importante para la economía y para la dieta como el maíz, el tomate, el cacao y el chocolate, el cacahuete o maní, el tabaco y los cigarros, y, por supuesto, la patata. Todos ellos fueron nombrados en castellano con el vocablo indígena. Lo mismo ocurrió con los nombres de los animales autóctonos: el colibrí, el jaguar o el caimán. Dado el menor avance tecnológico de las civilizaciones amerindias, las principales aportaciones a la lengua castellana fueron del ámbito de la flora y la fauna. En la administración se tomó la palabra cacique, con que las comunidades taínas de las Antillas designaban a sus líderes, para nombrar a cualquier autoridad indígena, desde la más poderosa a la más humilde. De esta manera se evitaba concederles el trato de señor. Esta palabra todavía pervive en el castellano peninsular adaptada a la estricta idiosincrasia castellana; muy alejada del original cacique indio, el líder que propone soluciones juiciosas para que una asamblea decida. En el caso de los americanismos, por último, se da una circunstancia extraordinaria: se tiene constancia del primer préstamo americano adoptado por el castellano; es la palabra canoa, tal como la usó Cristóbal Colón en el diario de a bordo de su primer viaje: "Viernes 26 de octubre. Estuvo de las dichas islas de la parte del Sur. Era todo baxo cinco o seis leguas, surgió por allí. Dixeron los indios que llevava que avía de ellas a Cuba andadura de día y medio con sus almadías, que son navetas de un madero adonde no llevan vela. Estas son las canoas".

Cualquier idioma se presta a un análisis similar. Los anglos y los sajones exportaron su lengua germánica a Inglaterra desde los territorios que hoy forman Alemania. Aprovechando la retirada de los ejércitos romanos, a mediados del siglo VI llegaron a las islas británicas y sojuzgaron a los britanos, pueblos celtas a los que relegaron a las tierras de Gales y Escocia o a la emigración al continente (véase la Bretaña francesa a la que acabaron dando nombre). Como resultado, tanto en Escocia como en Gales e Irlanda sobreviven lenguas autóctonas de origen celta; mientras que en el léxico inglés prácticamente no ha quedado rastro alguno. Por el camino el antiguo inglés fue aligerando peso deshaciéndose de las conjugaciones y declinaciones, que sí perduran en el alemán, su lengua hermana. No sería la última vez que la influencia germánica se hiciera notar. A finales del siglo VIII otros pueblos germánicos que habían poblado Escandinavia impusieron el terror en las costas europeas: eran los vikingos. Ataques y conquistas que llegaron hasta la Galicia española dejaron su huella en el inglés. El grupo consonántico sk, desconocido para los ingleses, irrumpió en su idioma con gran fortuna en palabras como sky (cielo) o skin (piel). También introdujeron el Thursday (jueves) o día de Thor, el dios nórdico del trueno. Así dejaron constancia histórica de una época de feroces ataques por mar, que a falta de testimonio escrito, quedó inmortalizada en el habla de los pueblos saqueados.

Otro rasgo destacado del inglés es la presencia de palabras de raíz latina junto a las anglosajonas, hasta el grado de duplicar ciertos conceptos como en los binomios freedom/liberty (libertad), help/aid (ayuda) y wish/desire (desear) que significan lo mismo. La presencia latina en el vocabulario inglés llegó por varias vías. A partir de la conquista de Inglaterra por los normandos de Guillermo el Conquistador, el inglés tomó gran cantidad de palabras del normando y luego directamente del francés de la región de París. Los normandos eran un pueblo vikingo que dio su nombre a la Normandía francesa, a la que impuso sus costumbres pero de la que adoptó su lengua. A raíz de su conquista de Inglaterra el francés se convirtió en la lengua de la corte, la administración y la justicia, además de la lengua de la nobleza, durante 300 años. El pueblo por su parte siguió hablando el inglés de la época. Así, tenemos que los préstamos del francés estaban relacionados con el ámbito de la cultura, la vida en la corte y la política: parliament (parlamento), government (gobierno), council (consejo, junta), justice (justicia), country (país), people (pueblo, gente). Mientras que las principales palabras de la vida cotidiana seguían teniendo raíz inglesa: love (amor), sleep (dormir), eat (comer), buy (comprar), foot (pie). Aunque algunos de los préstamos del francés también eran menos formales: table (mesa), chair (silla), fruit (fruta), travel (viaje).

La otra gran puerta de entrada de lo latino en el inglés fue directamente el latín, introducido en Britania por las legiones romanas y que permaneció durante la cristianización de la isla. El latín era el idioma de la Iglesia. Pero también era una lengua de prestigio y culta de la que toda Europa ha extraído neologismos para las ciencias sociales o naturales. De hecho, grandes científicos siguieron escribiendo sus obras en latín. Entre los casos más notables se encuentran De revolutionibus orbium coelestium (1543) del polaco Copérnico, en la que expuso su teoría heliocéntrica; Astronomia Nova (1609) del alemán Johannes Kepler, en la que describe sus famosas tres leyes del movimiento de los planetas o Philosophiæ naturalis principia mathematica (1687) donde el inglés Isaac Newton describió las leyes del movimiento de la mecánica clásica, incluida la ley de la gravedad. El español, paradójicamente, tampoco se libra de nuevas oleadas de influencia de lo latino. Como ejemplificaba Amado Alonso, el verbo latino glattire siguió su evolución natural hasta dar el español latir. Mientras, en la época de los humanistas se introdujo el neologismo latente derivado directamente del latín latere, que significa estar escondido y que hizo fortuna con el sentido figurado de encubierto, secreto, misterioso, solapado, en acecho. Pero en la actualidad los dos adjetivos provenientes del participio activo de dos verbos diferentes, latiente y latente, simplemente porque son palabras parecidas, tienden a contagiarse de sus significados y cada vez es más frecuente el uso de latente en expresiones del tipo de un amor latente en las que ese latente cobra el sentido de ardoroso, palpitante y, en definitiva, latiente.

"Como nación independiente, el honor nos demanda tener un sistema propio tanto en la lengua como en el gobierno", Noah Webster.

Hasta ahora hemos mencionado cambios consumados de cocción lenta. Ocurre, sin embargo, que a veces una persona sola tiene especial protagonismo en los cambios de una lengua, siendo el abanderado de una corriente que los propugna. Le ocurrió al inglés en la figura de Noah Webster. Las colonias americanas de Inglaterra habían obtenido la independencia en 1776. Los aires de cambio de la reforma política que supuso de un golpe la independencia, el fin de la obediencia a un rey y la instauración de una república que ponía al hombre en el centro, debió inculcar en la conciencia de la joven nación el sentimiento de partir de cero y la posibilidad, por tanto, de liberarse de los errores del pasado. Este aire reformista impregnó el campo de la lengua, donde el inglés es famoso por la diferencia entre la escritura y su pronunciación. El nacimiento de una nueva nación les pareció a algunos la situación propicia para romper con las servidumbres que arrastraba el idioma que hablaban. Su escasa acumulación bibliográfica en comparación con la metrópoli hacía de ese momento el ideal para incluir cambios ortográficos. En palabras del propio Webster: "Una ventaja capital de esta reforma en estos estados sería que crearía una diferencia entre la ortografía inglesa y la americana (...). Ya que la alteración, aunque pequeña, fomentaría la publicación de libros en nuestro país. Haría necesario en alguna medida que todos los libros debieran ser imprimidos en América. El inglés [con las normas de Inglaterra] nunca copiará nuestra ortografía para su uso; y, por tanto, el mismo libro impreso no valdrá para ambos países. Los habitantes de la presente generación leerán los libros impresos con la ortografía inglesa; pero las posteriores generaciones, que habrán aprendido una escritura diferente, preferirán la ortografía americana". Noah Webster era un lexicógrafo que publicó en 1806 la primera edición del diccionario de inglés, ahora llamado Merriam-Webster en su nombre, que ha acompañado a los americanos hasta el presente. Antes, en 1786, ya había escrito el libro de ortografía que rompió con los áridos textos británicos de la época y puso énfasis en el tono pedagógico que debía tener todo manual escolar, de modo que el aprendizaje de la lengua fuera lo más gradual y fluido posible. Este manual de ortografía se convirtió en la referencia durante décadas de los colegios estadounidenses y de los muy americanos spelling bees, los famosos concursos escolares de ortografía. El prestigio alcanzado le permitió ir incluyendo paulatinamente en las sucesivas ediciones del libro leves modificaciones en la escritura de determinadas palabras adaptándolas más literalmente a su pronunciación. Fue introduciendo cambios que se aceptaron con naturalidad como: la sustitución del sufijo -re del inglés británico por el más cercano al sonido pronunciado -er en palabras como theater/theatre o center/centre. Otras palabras modificadas junto a la versión británica son: color (Am.)/colour (Br.), defense/defence, traveler/traveller. Todo el prestigio de Webster y sus partidarios, sin embargo, no fue suficiente para que los hablantes estadounidenses aceptaran sus propuestas más radicales: giv/give, frend/friend, bilt/built, speek/speak, neer/near, korus/chorus, iz/is. Cierto que acercaban la escritura a la pronunciación, cierto que sistematizaban la ortografía del inglés, cierto que facilitaban el aprendizaje de la lengua; pero ni los niños ni los alumnos extranjeros de inglés pudieron hacer valer sus opiniones, como suele pasar en estos casos, y las propuestas no prosperaron, quizás como muestra de lo personal que es para el hombre su lengua, más cercana a los gustos, a lo que se quiere y estima, que a lo que simplemente se usa.

Estas reformas ortográficas no son algo inaudito. Muchos países las acometen. El alemán fue aprobando sus reformas más recientes en 1880, 1901 y 1996; el holandés en 1864 y 1883, 1934, 1996 y 2006. En la segunda mitad del siglo XX China introdujo el chino simplificado (frente al chino tradicional) caracterizado por unos ideogramas más sencillos de escribir, sin tantos trazos, que agilizaban la escritura y el aprendizaje. En el español la RAE opta por continuos cambios sutiles en vez de acumularlos en grandes reformas puntuales. Como quiera que la prensa suele respetar el prestigio de la institución aceptando sus reglas, nos hemos acostumbrado a cambios del tipo: guión (antes)/guion (tras la última reforma), carnet/carné, chalet/chalé (y se adivina que en poco tiempo debú sustituirá al actual debut). Ya no consideramos la ch y la ll como letras del abecedario, sino como dígrafos (signos ortográficos de dos letras), y pronto dejaremos de escribir en mayúsculas los nombres genéricos que designan accidentes geográficos como península ibérica, que han perdido su pe y su i capitales.

Al igual que en el caso de Noah Webster para el inglés, el español ha tenido firmes defensores de una reforma ortográfica más radical, como Juan Ramón Jiménez o Andrés Bello, que abogaron por asignar un único sonido a cada letra y escribir así: jitano o jema y dejar la ge para el sonido más suave de gato o gusto; eliminar la h muda; sustituir la x por s allí donde se pronuncia como tal: esperto, esterior; o eliminar una de las letras redundantes: la b o la v. Gabriel García Márquez se expresaba así al respecto en su discurso de inauguración del Primer Congreso Internacional de la Lengua Española de 1997: "Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos (...) ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?". No es necesario decir que reformas tan radicales no han tenido demasiado éxito; quizás, por su envergadura. Tal vez el hablante o escribiente, en este caso, se muestre más receptivo a cambios menores y más repartidos en el tiempo y prefiera, por otro lado, evitar el desfase inmediato que sufriría todo el acervo bibliográfico de varios siglos atrás.

Volviendo al inglés, pero sin abandonar el español, un caso paradigmático de la extraña tela de araña que teje el lenguaje es el verbo español perdonar y su equivalente inglés forgive. Aparentemente nada los une. Pero descomponiendo cada una de las palabras tenemos que perdonar viene de la combinación de la preposición latina per, con significado de por y el verbo donare (dar). Y si analizamos la palabra inglesa obtenemos la preposición for (por) y el verbo give (dar). Con lo cual se constata que forgive tiene la misma composición semántica que perdonar pero con raíces anglosajonas. ¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¿Tal vez por la procedencia del latín y el germánico de la lengua común indoeuropea? No parece la causa. Más razonable es remontarnos a los orígenes germánicos de forgive que dieron en alemán vergeben formada por el prefijo ver- (cercano al for inglés) y el verbo geben (dar). Podemos concluir que el antiguo germánico común tomó del latín una traducción literal de perdonare a través de los contactos entre ambos pueblos, romanos y germánicos, en las fronteras comunes del Rin y el Danubio y que este préstamo fue llevado consigo a Britania por los anglos y sajones.

Las lenguas romances y germánicas siguen en nuestros días su particular comercio alrededor de otra frontera igual de vasta y permeable que la del Danubio de la época romana: hablamos de otro río, el río Grande que separa Mexico de los Estados Unidos, donde una lengua de fusión se ha instalado a ambos lados de la frontera. Nos referimos al Spanglish o inglañol según se prefiera. Al respecto de la naturalidad con que los hablantes mezclan ambos idiomas, el escritor mexicano Carlos Fuentes contaba como mientras visitaba a unos amigos en California, se interesó por la ocupación de uno de los hijos del matrimonio y le respondieron que "deliberaba groserías". La reacción inmediata fue de estupor porque a alguien le pudieran pagar por semejante trabajo (pensar insultos), hasta que le aclararon que lo que hacía tenía que ver con "deliver groceries", es decir, reparto a domicilio de ultramarinos. De esa manera se enriquecen o se corrompen dos lenguas por su mutua influencia; del mismo modo que las especies se cruzan.

Lo visto hasta ahora, el contacto y la mezcla de lenguas, es la norma, porque así se deriva del comportamiento de los pueblos. Pocos pueblos han logrado encerrarse en sí mismos, ser tan autosuficientes que no hayan necesitado del intercambio comercial con sus vecinos. Ni siquiera los chinos con su Gran Muralla lo consiguieron. El comercio es esencial en el desarrollo de las civilizaciones, pues es la forma que tienen de compartir el conocimiento y avanzar en el desarrollo. El comercio implica contacto y ahí es donde las lenguas se hacen permeables a las influencias mutuas. Incluso del contacto con pueblos menos desarrollados técnicamente como los de la América precolombina se derivó un intercambio de conocimiento que mejoró la agricultura europea con las dos cosechas anuales que permitía el cultivo del maíz. De hecho, cualquier pueblo que ha dominado la península ha dejado su huella en el idioma y en la técnica. Por no remontarnos a la colonización fenicia del litoral mediterráneo, los romanos dejaron su lengua junto a innumerables vías, teatros, acueductos y demás edificios públicos. El legado árabe ya ha sido comentado también. Incluso la invasión napoleónica fue una vía de entrada y consolidación de las ideas revolucionarias francesas: nuestro código civil de 1889 se inspiró en el código civil francés de 1804. Todo esto hay que tenerlo en cuenta antes de enjuiciar la gran cantidad de préstamos del inglés (la lengua franca de la actualidad) que recibe el castellano. Junto al neologismo, la nueva palabra, llega el conocimiento, el producto y el progreso. ¿Qué hubiera sido de la ciencia occidental en manos del rudimentario sistema de cifras romano, si a través de España y el norte de África gente como Fibonacci no hubiera introducido en Europa la numeración arábiga, que no es otra cosa sino el idioma que hablan las matemáticas? A los árabes, por su parte, esta numeración les llegó a través de los persas y a estos, de los indios. Por ello son tan importantes los contactos entre los pueblos, la apertura de las fronteras y la facilidad de los viajes, para el desarrollo óptimo de todas las comunidades, para que el flujo del conocimiento deje huella en las lenguas, pero también en el bienestar de las personas.

En nuestros días la lengua continúa su evolución. Pretender algo distinto, no sería lógico. Por suerte las relaciones idiomáticas ya no se deben tanto a invasiones militares, como a movimientos migratorios y colonización cultural. Del primer caso tenemos el ejemplo de la influencia del italiano en la pronunciación y el vocabulario del español de Argentina, fruto de la fuerte inmigración de aquel país que llegó a Argentina a partir de 1853. La irrupción más reciente del mundo de Internet y los ordenadores hizo aparecer en español términos prestados del inglés; algunos españolizados como computadora (de computer) o píxel (de pixel); otros en los que se adoptó la palabra inglesa sin modificación como microchip o software, y algunos traducidos directamente del inglés como disco duro (hard disk), según el mismo proceso por el que perdonare dio forgive. Los años 80 también dejaron otro tipo de impronta en el español de la península con palabras como yonqui (drogadicto), talego (cárcel, billete de mil) y mono (síndrome de abstinencia). Así era la vida; así, la lengua.

"El lenguaje es un proceso de libre creación; sus leyes y principios son fijos, pero la manera en la que se usan los principios de generación es libre e infinitamente variada", Noam Chomsky.

Las vicisitudes de una sociedad, pues, dejan su impronta en el idioma y lo hacen evolucionar. Hasta ahora hemos visto cómo se comporta una lengua frente a influencias exteriores. Nos vamos a ocupar en adelante de los mecanismos que afectan a la lengua cuando viaja en solitario. Como en todo viaje, se produce un cambio, que en el caso de las lenguas responde a un balanceo constante entre lo arbitrario del sentir de los hablantes y el respeto a las estructuras regulares que dan forma al idioma. De todos los mecanismos que intervienen en la evolución lingüística, el que produce transformaciones más caprichosos afecta a la fonética. En efecto, determinados sonidos cambian porque sí, porque la comunidad se siente más cómoda con unos que con otros. No existe una explicación de por qué los hablantes en determinado momento prefirieron la d a la t en el participio produciendo la siguiente evolución desde el latín al español: amatus > amado o auditus > oído. La regla general dice que la t intervocálica latina evolucionó en español hacia una d como en senatus > senado y totus > todo. No podemos ir más allá en la explicación excepto para admitir que semejante cambio es totalmente arbitrario. No tiene más explicación que su existencia. Y al igual que la aparición de nuevas palabras, es una evolución que no cesa. El participio pasado latino terminado en -atus se transformó en español en participio terminado en -ado. Y esta terminación evoluciona en la lengua hablada hacia una terminación con la d debilitada e incluso desaparecida, una terminación en -ao: terminao, trabajao o revelao.

Antes de continuar vamos a ver un ejemplo de la evolución típica que ha sufrido una palabra, hombre, hasta llegar al castellano proveniente del latín. Al igual que el español conjuga sus verbos dándoles una terminación distinta según la persona y el número (com-o, com-es, com-e, com-emos, etc.), el latín daba distintas terminaciones a sustantivos y adjetivos dependiendo de su función sintáctica. Son lo que se llama declinaciones. Así, una palabra terminaba de una determinada forma cuando su función en la frase era la de sujeto (homo, hombre en latín), cuando era complemento directo (hominem) o cuando actuaba de complemento indirecto (homini) o complemento circunstancial (homine), con sus correspondientes variaciones para el plural. Esto hacía que el orden de la palabra en la frase no importara y en gran medida tampoco necesitara de preposiciones. En español las declinaciones han desaparecido igual que lo hicieron en su mayor parte las conjugaciones verbales en el inglés (el verbo to be todavía se conjuga: I am, you are, he is, we are... y la s de la tercera persona del presente es un residuo de cómo se conjugaban los verbos en el pasado). Las palabras españolas no provienen del caso nominativo (función de sujeto), sino del caso acusativo, es decir, el de las palabras que actúan como complemento directo. Por lo tanto, el español hombre, no deriva del latín homo, sino de su forma acusativa (complemento directo) hominem. Ya en latín, la m final del acusativo se fue debilitando cada vez más hasta dejar de pronunciarse y dar la palabra *homine (el asterisco indica que no existe constancia escrita de la palabra y es, por tanto, reconstruida para la explicación). El acento recayó en la o y la siguiente vocal (postónica), que en latín era breve, desapareció dando *homne. Como quiera que la pronunciación del conjunto mn no le agradaba al hablante peninsular, la n se transformó en r, dando lugar a *homre. Por el camino, entre la m y la r se coló una b, que no cambiaba mucho la pronunciación, pero la facilitaba según el criterio de la época, dando el actual hombre. Esta ha sido la evolución resumidamente: hominem > *homine > *homne > *homre > hombre. La especial terminación en -es de algunos plurales españoles se explica también recurriendo a los acusativos latinos. Los acusativos singular y plural de los nombres y adjetivos masculinos provienen en su mayor parte de la segunda declinación latina como en dominum-dominos que dio en español dueño-dueños. Mientras que para el femenino, la primera declinación evolucionó del latín rosam-rosas al español rosa-rosas. Existen una serie de palabras castellanas que no forman el plural añadiendo una s, sino el sufijo -es. Por ejemplo canción-canciones. Esa particular terminación proviene de la tercera declinación latina que formaba el acusativo cantionem (singular)-cantiones (plural). El italiano, que ha derivado sus plurales del caso nominativo y no del acusativo, como el español, los forma en el caso masculino con la terminación -i y en el femenino con la terminación -e tal como se declinaba el plural del nominativo en latín. En italiano hombres no viene de homines, sino del nominativo plural homini, que ha dado uomini. Para los femeninos la regla es equivalente, el plural de rosa en italiano, rose, proviene del caso nominativo plural latino rosae que evolucionó en rose.

"El hombre actúa como si fuese configurador y amo del lenguaje; mientras que, de hecho, el lenguaje sigue siendo el amo del hombre", Martin Heiddeger.

La evolución así explicada ha ocupado varios siglos hasta llegar al presente. La falta de perspectiva nos hace creer, sin embargo, que la lengua no está cambiando actualmente más allá de la incorporación de léxico nuevo, aun cuando ciertos cambios son fáciles de detectar. Uno de ellos es la evolución del sonido de la letra equis, que se mantiene como ks cuando aparece entre dos vocales, como en taxi, pero se relaja prácticamente en una s cuando se encuentra ante una consonante como en experiencia, que tiende a pronunciarse esperiencia y provoca tantas faltas de ortografía en las escuelas. No obstante, los lentos cambios que se producen en la esfera temporal y que no podemos apreciar, se dejan ver mejor en el espacio. El seseo (pronunciación de las ces y zetas como eses: sine en vez de cine) tal como se habla en algunas partes de Andalucía no es producto de la ignorancia, sino de una especial evolución que el castellano tuvo en aquella tierra, que fue exportada a Hispanoamérica, y que se remonta a los siglos XVI y XVII, cuando la variedad de sonidos sibilantes del castellano se simplificó hasta quedar reducida a los dos de las actuales zeta y ese. Pero en Andalucía la evolución fue distinta y por otros caminos simplificó más todavía, reduciendo los sonidos de la ese y la zeta a uno solo. Para poner un ejemplo de evolución dialectal más sencillo de explicar, veamos qué pasa en Andalucía con la h inicial. En algunos modos de hablar andaluces la hache inicial se pronuncia a veces aspirada (como la hache inglesa de hello, es decir, una especie de jota suave): jarto, jambre o jumo. Véase la frase: "¡Vaya jartá de comer m'he pegao!". Mientras que otras veces la hache es una hache muda normal del castellano: hombre, haber. Debe existir una explicación, pues no es que un sonido no se sepa pronunciar, sino que se pronuncia unas veces sí y otras no. Para entenderlo debemos recurrir al latín. Las palabras que se escribían en latín con hache se siguen pronunciando con hache muda: hominem > hombre o habere > haber. Mientras que las palabras pronunciadas con hache aspirada son las que en latín se escribían con f inicial: fartum > harto, faminem > hambre o fumum > humo y que en su evolución desde la f inicial latina a la hache muda castellana pasaron por una larga fase en la que esa hache se aspiraba. Algunas hablas andaluzas conservaron ese rasgo, en contraste con su desaparición en el resto de España. Se entiende ahora por qué la especial pronunciación del español en Andalucía se debe a una evolución propia. Desde un punto de vista lingüístico no se puede decir que se hable mejor el castellano en el resto de España que en Andalucía. El único análisis objetivo posible es decir que en España han convivido dos variantes dialectales del español: el andaluz y el de Castilla, por ponerle el nombre de la región más grande en que se hablaba. Diversas vicisitudes políticas hicieron que uno de ellos se impusiera como español estándar: quizás por abarcar un territorio más amplio o, más probablemente, por ser la variante que se hablaba en la corte. Este hecho no es ninguna singularidad. Ya se dio en Francia, donde se eligió el francés de la región de París (l'Île-de-France) como idioma oficial de todo el país. O en Italia, donde entre todos los dialectos hablados se eligió el de la Toscana por haber sido la lengua de los grandes escritores Dante y Petrarca.

La situación del habla andaluza respecto al español estándar quizás no esté lo suficientemente diferenciada como para darle la categoría de dialecto, puesto que no ha afectado a la gramática, pero nos permite ver los estadios iniciales en los que una lengua se empieza a diferenciar de otra hasta dar lugar eventualmente a un dialecto distinto y con el tiempo a una lengua nueva. Una fase más avanzada en esta separación la encontramos en el árabe. Al hablar de lengua árabe nos estamos refiriendo a tres realidades: el árabe clásico (fusha) en el que se escribió el Corán; el árabe estándar, que es una simplificación del anterior y el usado en la administración, la escuela, los libros y los medios de comunicación (el que permite que Al Jazeera se entienda desde Marruecos a Irak); y, por último, los diferentes dialectos de cada región o país. En todos los países se entiende el árabe de Al Jazeera, pero el pueblo no lo suele hablar. Y cuando un jordano intenta hablar con un marroquí o un argelino, lo normal es que no se entiendan, a no ser que hablen ese árabe estándar. De ahí la importancia que para el castellano ha desempeñado la Real Academia Española y sus equivalentes hispanoamericanas, que han permitido mantener la unidad del español para que todos nos entendamos. Tan importante fue el papel jugado, que durante largos años, tras la independencia, fue el único vínculo que quedó en pie entre España y sus antiguas colonias.

Toda esta libertad que se toman los hablantes a la hora de introducir modificaciones en su lengua representa una fuerza centrífuga que choca con la regularidad de las formas gramaticales. Uno de los contrapesos que contribuyen a su regularidad es lo que los lingüistas llaman analogía. Es el fenómeno que permite que a través de los cambios, se mantenga una estructura regular al conjugar los verbos; que las conjugaciones irregulares sean una excepción y que la terminación de la primera persona del pretérito imperfecto, por ejemplo, sea -ía o -aba; es la responsable de que unos cuantos sufijos se usen comúnmente para construir un adjetivo a partir de un sustantivo como la terminación -al que produce medicina > medicinal, término > terminal o labio > labial, o el sufijo -ción que normalmente transforma verbos en sustantivos que expresan la acción del verbo: grabar > grabación, prohibir > prohibición o representar > representación. La potencia reguladora de la analogía se manifiesta claramente en el caso de los participios irregulares del español. El verbo elegir tiene un participio que proviene de la forma latina electus y que dio en español electo. Los hablantes lo sintieron como extraño y fueron decantándose por la forma más regular de elegido. El proceso mental fue una sencilla regla de tres: si del verbo comer tenemos el participio comido, entonces, del verbo elegir nos suena mejor elegido. Otros casos parecidos son: incluir > incluso (del latín inclusus) > incluido (por analogía), corromper > corrupto (del latín corruptus) > corrompido. Muchos hemos experimentado la resistencia a usar el participio irregular de imprimir en frases como: "He impreso el examen". La fuerza de la analogía es tan grande que nos presiona para elegir la variante: "He imprimido el examen", más acorde con la sensibilidad del hablante del siglo XXI. En cambio, otros participios irregulares se mantienen con naturalidad conservando su frescura. Son casos como escrito y roto, que no se han regularizado en *escribido y *rompido (el asterisco lo usamos en este caso como indicativo de palabra no perteneciente a la lengua). Parece ser, pues, que el uso muy frecuente de una palabra hace que desaparezca la extrañeza que produce su irregularidad y permite que el hablante se encuentre a gusto usándola. Queda así a salvo de la transformación analógica.

La analogía no es algo automático e instantáneo. No funcionan así las lenguas. Todas las variaciones pasan el examen del tiempo antes de ser aceptadas o rechazadas. Lo vamos a ver mejor con ejemplos. Hubo unos verbos castellanos que formaron el pretérito indefinido con las terminaciones -uve y -uje. El verbo conocer tuvo una forma antigua del pretérito indefinido conuve que evolucionó por analogía a la forma más regular conocí (como viví o comí), que está plenamente aceptada. La evolución la vamos a representar así: conocer > conuve > conocí. De la misma manera tenemos la secuencia andar > anduve > *andé, en la que la forma analógica *andé no está aún aceptada, pero se adivina como sustituta del actual anduve. En un estadio distinto se presenta la secuencia tener > tuve > *tení, donde la forma analógica *tení no goza de aceptación alguna excepto en el habla de los niños.

El último motor de cambio idiomático que vamos a tratar es el de la etimología popular. Se trata de malas interpretaciones de la composición o el significado de algunas palabras de las que se derivan cambios semánticos. La lingüística permite rastrear las huellas de la etimología popular en el idioma como si de una novela de misterio se tratara, llegando a desenlaces inesperados. Un caso todavía en evolución es el mal uso del adjetivo antediluviano que expresa un tiempo pasado muy lejano mediante la adición del prefijo ante al adjetivo diluviano dando a entender que el hecho al que califica ocurrió antes del diluvio universal. Como quiera que el prefijo temporal ante- es bastante menos frecuente en castellano que el negativo anti-, los hablantes interpretan erróneamente la palabra en conjunto como *antidiluviano, con lo que pierde la posibilidad de una interpretación etimológica mediante la descomposición de sus partes. Una palabra sí aceptada plenamente que ha recorrido el mismo camino es antifaz, que proviene de ante + faz (cara), es decir, lo que está delante de la cara. Este proceso de modificación y asimilación de las partes de una palabra es muy común en las lenguas. Tomemos el adjetivo somnoliento que proviene del latín somnolentus. Aparentemente nos remite al sufijo -lento y a su equivalente latino -lentus que utilizan tanto el latín como el español para crear adjetivos a partir de sustantivos indicando que posee la cualidad del sustantivo al que se une. Por analogía lo asimilamos a las siguientes construcciones: sucus (jugo en latín) > suculentus (jugoso) > suculento, corpus (cuerpo) > corpulentus > corpulento, sanguis (sangre en latín) > sanguinolentus > sanguinolento. Sin embargo, la relación de somnoliento con los procesos anteriores solo se debe a la fuerza analógica que el muy común sufijo -lento ejerce en la conciencia del hablante. En realidad, el somnolentus latino no consta de una raíz somno y un sufijo -lentus, sino que tiene dos raíces unidas en una palabra al estilo de sacacorchos o abrelatas y la división correcta del adjetivo latino en sus orígenes más remotos era somn (de sueño) y olentus (del latín olere, oler). Es decir, significaba el que huele a sueño, como vinolentus significaba el que huele a vino. Eso explica la aparición de la i en somnoliento. Esa i no ha surgido de la nada. Es la misma i que aparece en el participio de presente del verbo oler: oliente en su devenir natural del latín al español, que se abre paso a través de la lengua reclamando sus derechos sobre el verdadero origen del adjetivo somnoliento.

No siempre cambia la grafía de la palabra, a veces solo lo hace el sentido. La locución latina ipso facto (por el hecho mismo) ha pasado al castellano desde el latín sin modificación. Ipso facto tenía en sus orígenes un claro componente causal. Un uso paradigmático de la expresión lo encontramos en frases del tipo: "Al adquirir la nacionalidad alemana, se pierde la española ipso facto". Es decir, que por el mismo hecho de adquirir la nacionalidad alemana, se pierde la española. Ipso facto indica una consecuencia. El matiz de inmediatez temporal era solo un derivado del hecho causal. Hoy en día ha prevalecido ese matiz temporal que solo estaba implícito en un principio y la expresión ipso facto se ha convertido, en la práctica, en sinónimo de inmediatamente cuando en el habla coloquial se quiere introducir una cuña culta como en la expresión "Ven aquí ipso facto". Algo parecido pasa con la palabra homosexual, que vale tanto para el sexo entre hombres como entre mujeres. Se interpreta como sexo entre hombres deduciendo erróneamente que la raíz homo proviene del nominativo latino homo (hombre), cuando en realidad viene del griego homo que significa igual y se usa en palabras como homogéneo (de igual género).

No nos debemos asustar, en cualquier caso, ni pensar que estamos corrompiendo la lengua. Los mecanismos de evolución mencionados han existido siempre. Reivindicar una lengua pura sería lo mismo que matarla y, llevado al límite, el grado más puro del español es el latín. Y no parece plausible que alguien reivindique volver a su uso. Cerramos aquí el círculo abierto por unos valientes emigrantes que dejaron sus tierras en el valle del Indo (actual Pakistán) hace muchos siglos y en su camino hacia Europa fueron esparciendo por el mundo la única semilla que portaban en sus equipajes: la lengua indoeuropea que evolucionó hacia el sánscrito, las lenguas germánicas o el latín y que hoy ha germinado en idiomas que van desde el hindi al persa, el ruso, el alemán, el inglés, el español o el portugués. Sigamos a partir de aquí con nuestras vidas honrando y respetando nuestras lenguas, porque el pensamiento, que es lo que nos hace humanos, no puede existir sin el lenguaje, tal como acotaba el filósofo Ludwig Wittgenstein: "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo".